La Culpa Problema de todo hombre

Todo esto, que puede parecer abstracto y un tanto difícil, nos sitúa ‑previo a todo planteamiento religioso o no religioso-, ante la realidad humana en sí misma: todo hombre debe afrontar este hecho dramático de la libertad finita. Y cada uno debe buscar su respuesta.

Impera por lo general la suposi­ción espontánea ‑aceptada como obvia y sin crítica- de que la culpa es algo introducido en el mundo por la religión. Se da por supuesto que si Dios no existiera desaparecería el sentimiento de la culpa, porque no habría mandamientos y cada uno podría hacer lo que quisiese. Y no acabamos de ver que todo eso le afecta al hombre por ser hombre: que el más convencido ateo tiene que luchar igual que el más fervo­roso creyente contra los límites de su libertad, contra la fuerza de su instinto y contra la enigmática y terrible dualidad de su ser. La diferencia está sólo. única y exclu­sivamente, en el modo cómo cada uno afronta el problema común, dicho de otro modo: el creyente tiene que comprender que allí donde hay libertad finita aparece necesariamente la posibilidad de la culpa y la necesidad de la dura lucha ética. Y el no creyente, por su parte, debe admitir que el pro­blema de la culpa no es algo inven­tado por el creyente ni algo que los separe en este nivel.

El pecado no es tanto una transgresión como una traición

Lo que Jesús quería es que cada uno decida sin ambigüedades cuál va a ser el norte de su existencia: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia… » (Mt 6, 33). Y eso es lo que expresaban con claridad, las renuncias y la profesión de fe del bautismo.

Pues bien, la opción que hacemos en el bautismo por el Reino de Dios y sus valores se convierte para nosotros en la clave de la teología moral. La llamaremos opción «fundamental» porque, a diferencia de todas las demás, ésta se refiere al conjunto de la existencia. En lo sucesivo el bautizado no podrá ya tomar ninguna otra decisión sin preguntarse si es o no coherente con su opción fundamental.

La filosofía existencialista destacó el papel que desempeña ese proyecto vital en la vida humana:«Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo eso no es más que la manifestación de una elección más originalEl pecado que llamamos «mortal» no es otra cosa que el abandono de la opción fundamental. Así, pues, habría que hablar de él más en términos de traición que de transgresión. De hecho, en la lengua hebrea que, como se ha observado tantas veces, carece de términos abstractos- las palabras «pecado» y «pecar» (hattah) significan «no dar en el blanco», «desviarse» (de la opción fundamental).

Obviamente, la opción fundamental sobre la que un hombre ha construido toda su vida no puede estaría abandonando cada dos por tres. El pecado mortal es algo muy serio. Con razón escribe el «Catecismo Holandés»:

«No hay que pensar demasiado aprisa que se ha cometido un pecado (mortal). Un verdadero pecado no es una fruslería. El que hace de fruslerías pecados graves, termina haciendo de pecados graves fruslerías. San Alfonso de Ligorio lo dijo una vez así-. «Si se te mete un elefante en tu cuarto, tienes que verlo por fuerza». No se comete un pecado mortal por equivocación»

Nuevo Catecismo para adultos, Herder, Barcelona, 1969,

he hablado del pecado mortal, porque únicamente éste, que rompe con la opción fundamental, puede ser llamado «pecado» en sentido estricto. El pecado venial consistiría en una debilidad o enfriamiento de la opción fundamental, así como actos aislados que no han brotado del centro personal del hombre y, por lo tanto, no expresan su verdadera actitud interior.

Los pecados veniales no realizan plenamente la noción de «pecado» aunque se les llame así por analogía

pero eso no significa que carezcan de importancia. Bernhard Háring y otros muchos moralistas han apuntado la conveniencia de llamar al pecado venial «herida pecaminosa» porque eso permitiría entender que las heridas pueden ser más o menos peligrosas -incluso peligrosísimas- antes de que se llegue al pecado mortal.

Herida peligrosísima sería la que, sin llegar a romper todavía la opción fundamental, rompe alguna de las actitudes parciales que la constituyen (fidelidad, justicia, etc.). Algunos moralistas han propuesto hablar en este caso de pecado «grave», con lo que quedaría una división tripartita: venial, grave y mortal.

Si hemos dicho que el pecado no está en los actos, sino en la actitud interior de la que brotan los actos, parece evidente que no será un código, sino la conciencia personal, quien pueda decir cuándo existe pecado mortal, grave o venial.

De hecho, no pocas personas después de realizar uno de esos actos que los manuales calificaban de «mortal» siguen sintiéndose íntimamente amigos de Dios; no tienen conciencia de haber traicionado su proyecto vital.

En semejantes casos de conflicto entre la conciencia y las leyes positivas, el cristiano debe reflexionar atentamente y pedir consejo, pero en caso de persistir la discrepancia no hay que olvidar que la conciencia, y no la ley, es el juez de última instancia

Fray Juan José Hernández O.H..