CAPITULO IV

CONSTRUCTOR DE MURALLAS (1535-1538)

Juan Ciudad está de paso en Gibraltar y sube a la primera nave que zarpa para África. Pero como Dios sabe guiar a aquellos que le quieren servir y andan por su senda, puso en su camino a una familia portuguesa, que se encontraba en su mismo barco, compuesta por el caballero Almeyda, su mujer y sus cuatro hijas que habían sido desterrados por el rey de Portugal, por ciertos delitos cometidos, enviándolos a Ceuta. Hablando Juan con el padre de familia y contándole éste su intención, se ofreció Juan, a cambio de una cierta cantidad para ayudarles en lo necesario.

Era tanta la pena de esta familia, de verse desterrados y pobres, que cayeron todos enfermos, gastando la poca fortuna que traían, viéndose en la necesidad de pedir socorro a Juan de Dios. Le expuso aquel hombre la penuria por la que pasaban y la situación de sus cuatro hijas acostumbradas a vivir en la abundancia, que decidió Juan de Dios ponerse a trabajar en la reconstrucción de las murallas de la ciudad y así con el salario que le diesen, comerían todos.

Se ejercitó Juan de esta manera en el ejercicio de la caridad y su corazón se fue vaciando de todos esos apegos que tanto atenazan al hombre, haciéndolo esclavo de sí mismo. Cada noche entregaba, de buena gana, el jornal que ganaba a aquel caballero. Se despojaba así del afán de poseer que todos llevamos dentro, sobre todo cuando proviene del sudor de nuestra frente. Cuando algún día no le pagaban su salario, o Juan no podía ir a trabajar, todos lo pasaban mal y así sin dar cuentas a nadie, y llevándolo en secreto, compartían las mismas alegrías y penas. Era tan buena esta obra de caridad, que entendía Juan, que Dios se la había puesto ante sí para merecer encontrar el camino que Dios le tenía reservado.

Era tan malo el trato que daban los oficiales del rey a los peones que trabajaban de albañiles, sin que estos se pudieran defender en sus derechos, por estar en zona fronteriza, que los trataban como a esclavos y así algunos de ellos no aguantando la situación, se pasaban a Tetuán, convirtiéndose al Islam. Entre ellos estaba un amigo de Juan y fue tan grande el dolor que sintió por su pérdida, que pensaba que era el culpable de su marcha y se decía: ¡Oh, pobre de mí que tendré que dar cuenta de este pobre hermano que se ha querido apartar del seno de la Iglesia por no sufrir un poco de trabajo!. Y se mortificaba con este pensamiento de tal manera que estuvo muy cerca de perder su fe y pasarse también al Islam.

Pero el Señor, que vela por los sinceros de corazón, le hizo encaminar sus pasos hacia el convento de los franciscanos de Ceuta y encontrar allí un confesor prudente y de vida honrada, al que le abrió su corazón exponiéndole todas sus dudas. Le mandó el confesor abandonar aquellas tierras para que no se perdiera su alma y volver a España.

Viendo Juan de Dios la falta que tenía de él aquella pobre familia, pero viendo también el peligro que corría su alma, pospuso todo y pidiendo que le excusasen, porque Dios le mandaba otra cosa, con no poco dolor en su corazón por dejarlos tan huérfanos, con lágrimas en sus ojos y en los de ellos, se despidieron y se embarcó nuevamente a Gibraltar.