CAPITULO XVII
UNA CAPACHA Y DOS OLLAS ATADAS A UN CORDEL. “LA BENDITA LIMOSNA”
Dejen que les cuente una anécdota personal que no tiene que ver estrictamente con la vida del Santo: Tengo en mi despacho una pequeña caja roja, a la que le tengo verdadero respeto. En ella deposito las limosnas que me da la gente y que utilizo para pagarle a los pobres la luz, el agua, el alquiler de la casa e incluso la matrícula de algún curso o el desplazamiento de quien lo necesita y no tiene. Pues bien, me da miedo sacar dinero de ella para dar alguna de estas limosnas y, ¿saben por qué? porque cuando doy limosna, no han pasado veinticuatro horas en las que alguien me trae justo, el doble de lo que he dado.
El secreto de la limosna: “Recibir es dar”. Este es el secreto de Juan de Dios, y su nueva y peculiar forma de pedir. Él piensa que el que da la limosna se hace más bien a sí mismo, que el bien que puede hacer a quien la recibe. Juan de Dios pide para dar la oportunidad a los que tienen de hacerse bien a sí mismos.
Salía por las calles con una “capacha” o espuerta al hombro y dos ollas en las manos, colgadas de unos cordeles e iba diciendo a voces: ¡quién se hace bien para sí mismo! ¿Hacéis bien por amor de Dios, hermanos míos en Jesucristo?. Y como salía de noche y con frío y lloviendo, a la hora en que las gentes estaban recogidas en sus casas, salían maravillados por la nueva forma de pedir a las puertas y ventanas al oír la voz lastimera, que parecía que atravesaba con ella las entrañas a todos. Y al verle delgado y austero, cada uno le daba lo que podía.
Cuenta Francisca, una testigo, que:
Iba descalzo los pies y las piernas de la rodilla abajo y que nunca se calzaba por frío que hiciese; y que por las grietas que tenía en los pies, se podía entrar muy bien un dedo; y la cabeza y barba rapada y descubierta siempre; vestido de jerga basta, con un capotillo y con una capacha grande de esparto en que echaba la limosna; y una olla atada a un cordel para echar la vianda; iba por las calles, especialmente de noche, diciendo a voces que atemorizaban: ¡Hermanos, quién se hace bien para sí mismo!
Recibía dinero, pedazos de pan, panes enteros, otros le daban lo que le sobraba de sus mesas de carne y otras cosas y él lo echaba en la olla que traía.
La testigo 54 de la causa del Santo, una tal Lucía, nos cuenta así:
Esta testigo vio más de seiscientas veces pedir limosna al bendito Padre Juan de Dios por las calles de esta ciudad, las más veces de noche, después de la oración; y en la oración y más tarde; y otras veces de día, descalzos los pies y piernas, vestido con un capotillo de jerga y la cabeza y la barba rapada a navaja y descubierta a las inclemencias del tiempo; con una capacha de esparto, donde echaba el pan, a las espaldas; y una olla o dos, atadas a un cordel, en la mano; diciendo a voces altas: “¡Hermanos, haced bien para vosotros mismos!”; y allegaba mucha limosna.
Pero, tan interesante como la forma de pedir es la manera de dar. Al que recibe, le advierte: que es de parte del mismo Dios de quien le llega, que su intervención es la de mero e indigno instrumento humano del que ese mismo Dios se sirve para hacérselo llegar; recordándole se lo agradezca orando por su hermano, que supo desprenderse compartiendo lo que también él mismo había recibido de Dios.
Llegaba al hospital, calentaba lo que traía y lo repartía entre todos.
Pero no se limitaba a dar en el hospital, daba siempre y a cualquiera que le pidiera. Y al dar cuanto tiene, recibe todo lo que necesita.
Cuando alguien le preguntaba que cómo lo daba todo, él respondía sencillamente que:
“Por Dios lo pido y por Dios se lo doy, sea Dios bendito por todo.”
Cuenta Luisa, otra testigo, nieta del boticario de la plaza de Bibrambla que:
Llevando uno a hombros, los pies del pobre a un lado y la cabeza al otro lado y con ambas manos asidos los pies y la cabeza, y todo el cuerpo cargado sobre los hombros, en vez de asomarse a la botica, para pedir la limosna, fue por la puerta de atrás y viéndolo el boticario, lo invitó a comer, pues era la hora y estaba la mesa puesta. Juan de Dios se excusó por su carga, pero al fin puso al enfermo en el zaguán y las mujeres de la casa trajeron comida para el enfermo. El Bendito Juan de Dios le dio de comer, besó la mano al pobre y luego subió a comer con el boticario. Cuando Antón, que así se llamaba, le vio sentado a su mesa, dijo: “que estimaba más tener al bendito padre por huésped que al mismo Rey”.
Antón le regaló una camisa buena, para que se la pusiera y no anduviese sin ella y Juan la aceptó. Cogió al pobre cargándolo sobre sus hombros, pero antes besándole nuevamente la mano, se despidió. La nieta siguió al bendito padre y vio cómo le puso la camisa al pobre.
Otra testigo, una tal Francisca Venegas nos cuenta:
“El bendito Juan venía a cuestas con un pobre enfermo, que traía encima de los hombros; y lo puso junto a la fuente de la plaza, que era verano; y llegó a la ropería y le trajo una ropilla, calzones y camisa; y vuelto donde estaba, le quitó un hargatillo que tenía hecho mil pedazos, negro como la tizne, y lo mojó en el pilar; y le lavó el cuerpo, y le puso una camisa y los calzones negros y un sayo; y lo volvió a coger en hombros, y dio con él en su hospital.”
Granada, viendo su perseverancia en el bien obrar y que no solamente albergaba peregrinos y desamparados como al principio, sino que tenía camas para curar a los enfermos y, lo bien que lo hacía con ellos, comenzó a fiarse de él y a darle cualquier cosa que pidiera, tanto en dinero como en especie: mantas, sábanas, colchones, ropas de vestir y todo tipo de cosas necesarias.
Además él andaba enjuto, sin querer ni necesitar nada. Algunos de los que le daban limosnas le espiaban para cerciorarse de su integridad de vida y así nos cuenta un clérigo, un tal D. Ambrosio Maldonado:
“Comía de lo que les sobraba a los pobres. Y si algún regalo le daban, lo echaba en la capacha que traía y decía: “esto es mejor para los pobres” y así se lo traía y volvía a pedir más. Y dormía poco y sobre una tabla y una piedra a la cabecera. Y su ejercicio era siempre caridad y dar consuelo y limosna”.
Era tanta y tan grande la caridad que tenía Juan de Dios que a muchos les parecía imposible que pudiera ser cierta, pues no negaba nada que le pidieran.
Muchas veces cuando no tenía otra cosa que dar, se quedaba desnudo por dar la pobre ropa que llevaba puesta siendo piadosísimo para con todos y riguroso para consigo mismo, movido por el convencimiento de que Dios había hecho mucho por él, le parecía poco todo cuanto hacía por los demás, de tal manera que siempre se hallaba en deuda de dar más.
Todo el día se ocupaba en obras de caridad y por la noche, cuando llegaba a casa, nunca se recogía sin antes visitar a los enfermos uno por uno, preguntándoles cómo les iba y cómo estaban y si necesitaban alguna cosa y los animaba en lo temporal y en lo espiritual.
Luego daba una vuelta por la casa y entregaba a los vergonzantes, que lo estaban esperando, lo que había recaudado para ellos, sin enviar a ninguno desconsolado.
Muchas veces, cuando ya no tenía nada que dar y se encontraba envuelto en una manta vieja, por haber dado ya su propio vestido, daba una carta para algún caballero o persona devota, para que socorriese aquella necesidad.
Porque para Juan de Dios, el dar era una necesidad inspirada en el amor de Dios que se entregó a sí mismo hasta dar la misma vida por los demás. Y él tenía ansias de parecerse en todo lo posible al que antes se había dado por él.