CAPITULO XXV
EL HOSPITAL DE GOMELES (1547)
El hospital de Lucena es insuficiente. Era tanta la gente que acudía a la fama de Juan de Dios y a su mucha caridad, que no cabían en la casa que tenía y así acordaron gentes principales y devotas de la ciudad, de comprarle una casa que fuese capaz para todos. Y así la compraron en la calle de los Gomeles; la cual había sido un monasterio de monjas.
Toda Granada vio pasar a los pobres de la calle Lucena a la cuesta de Gomeles, no quedaba más remedio que verlos, tenían que atravesar el núcleo de la ciudad. Juan de Dios, con los enfermos a cuestas, ayudado por sus bienhechores y compañeros, ¡menuda procesión! Como para no ser notada.
La nueva casa costó cuatrocientos ducados, pero sabemos que el mismo Arzobispo Guerrero, recién llegado a la diócesis, puso de su bolsillo mil quinientos ducados.
La casa Hospital, casa de Dios, como hemos visto más arriba, tenía que ser ordenada y digna y hacía falta buena cantidad de limosnas. Escribiendo a la Duquesa de Sesa dice:
“Estoy en tanta necesidad, que el día que tengo que pagar a los que trabajan, quedan algunos pobres sin comer. Son tantos los pobres que aquí se albergan, que yo mismo estoy espantado muchas veces cómo se pueden sustentar, mas Jesucristo lo provee todo y les da de comer. Entre todos, enfermos y sanos, gente de servicio y peregrinos, hay más de ciento diez, porque siendo esta casa general, se reciben en ella a toda clase de gentes y de todas las enfermedades. Así que hay tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, paralíticos, tiñosos y otros muy viejos y muchos niños y, sin estos, otros muchos peregrinos y viandantes que aquí se albergan y se les da fuego, agua y sal y vasijas para guisar”.
No hay mejor descripción del Hospital que la que él mismo hace en sus cartas, lleno de angustia pero de esperanza a la vez. A Gutiérrez Lasso le dice:
“Muchas veces no salgo de casa por las muchas deudas que debo”
Él quiere devolver el dinero, pero no le es posible, cada vez son más y más lo pobres y las necesidades a remediar, tiene una doble obligación; ayudar a los pobres y pagar a los acreedores. Recordemos lo que le dijo a Angulo cuando fue a Málaga a vender unas tierras que le habían dado:
“que no pierda el que la vende pero tampoco los pobres”
Es mucho lo que necesita para mantener la obra en la que se ha embarcado, lo dice con exquisito candor y amarga pena:
“No hay día ninguno que no sea menester para la provisión de la casa cuatro ducados y medio y a veces cinco. Esto para pan y carne y gallinas y leña, sin contar las medicinas y vestidos que son otro gasto por día, y el día que no se halla tanta limosna que baste para proveer lo dicho, tómolo fiado y otras veces ayunan”.
Está cargado de preocupaciones humanas como cualquier administrador de bienes, divinizando lo humano y humanizando lo divino.
Era tanta la gente que venía con él a negociar que, muchas veces apenas cabían de pie; y él sentado en medio de todos, con gran paciencia, oía a cada uno en sus necesidades, sin enviar jamás a nadie desconsolado, con limosna o con buena respuesta.
Pero su preocupación se dirigía al hombre íntegro, mirando por su bien corporal y espiritual, de manera que en amaneciendo, salía de su celda, por llamarla de alguna manera, ya que era el bajo de la escalera del Hospital y decía en alta voz donde le oyesen todos los de la casa:
“Hermanos, demos gracias a Nuestro Señor pues las avecicas se las dan”.
Rezaba las cuatro oraciones, luego salía el sacristán y por una ventana por donde todos le oyesen, decía la doctrina cristiana y respondían los que podían; y otro la decía en la cocina a los peregrinos y luego bajaba a visitarlos antes de que se fuesen y, a los que estaban desnudos, repartía la ropa que dejaban los difuntos. Y a los jóvenes que veía sanos les decía:
“¡Ea!, hermanos, vamos a servir a los pobres de Jesucristo”
Y él, con ellos, se iba a la Sierra a recoger leña trayendo cada uno su haz a cuestas para los pobres y en este oficio se mantuvo mucho tiempo, para sufragar gastos y dar limosnas.