CAPITULO XXXIII

EL ENTIERRO DEL PADRE DE LOS POBRES

La ciudad de Granada, se quedó como “HUÉRFANA”.

A su cuerpo se le hizo el más suntuoso y honrado enterramiento que jamás se hizo a príncipe, emperador, ni monarca del mundo”

“Fue tanta la gente que acudió sin llamar a ninguno, de todas las calidades, que fue cosa de admiración”.

Amortajaron el cuerpo y lo pusieron sobre un lecho bien adornado, en una sala grande de la Casa de los Pisa. Frailes y clérigos dijeron Misas y Responsos, en tres altares preparados para el momento.

A las nueve de la mañana, era tanta la gente que había acudido, que no cabían ni en los alrededores, y entiéndase alrededores, por toda la Carrera del Darro y la calle San Juan de los Reyes.

Cogieron el féretro a hombros, el Marqués de Tarifa, el Marqués de Cerralbo, D. Pedro de Bobadilla y D. Juan de Guevara. Cuando llegaron a la calle hubo una contienda sobre quién debía llevarlo; y un fraile de la Orden de los Mínimos, propietarios de la Iglesia de la Victoria, donde tenía que enterrarse, propuso que fueran los frailes de su Orden, los que llevasen al bendito Juan de Dios y así fue durante un buen trayecto, hasta que otros frailes de las diversas Órdenes religiosas de la ciudad lo fueron cambiando, hasta llegar al Convento de la Victoria

En el cortejo procesional, primero iban los pobres y todas las mujeres que él había casado, sacándolas de la casa pública, viudas vergonzantes… Todos con velas en las manos, llorando y cantando y contando los muchos bienes que había hecho el Santo por ellos.

Tras ellos, todas las cofradías de la ciudad. Todo el Clero y Órdenes religiosas. La cruz de la parroquia con sus clérigos, el Cabildo Catedralicio, el Arzobispo y capellanes reales y luego el cuerpo de Juan de Dios. Tras él, los veinticuatro jurados de la ciudad, oficiales y letrados de la Audiencia Real. Un sinfín de gentes, entre los que había moriscos que comentaban, entre llantos, las limosnas y buenas obras que por ellos hacía.

Cuando llegaron a la plaza de la Iglesia de la Victoria, pararon el cuerpo porque era imposible entrar en la Iglesia. En ese momento la multitud, con gran devoción, arremetió contra el cuerpo sin poder detenerlos, ni los ruegos ni la fuerza. Todos querían tocar el ataúd y pasar rosarios y otros objetos de devoción. Temieron que allí ocurriera un desatino y que destrozaran el féretro.

Entraron el cuerpo en la Iglesia, celebrando la Misa el P. General de los Mínimos, que se hallaba en Granada y predicando un Padre de la misma Orden, sobre la excelente vida de caridad y misericordia del bendito Juan de Dios.

Por fin enterraron su cuerpo en el panteón de la familia de Pisa, que se hallaba en aquella Iglesia.

Se dijeron Misas los dos días siguientes y durante todo el año no hubo sermón en toda la ciudad, en el que no se predicara sobre el bendito Juan de Dios.

El cronista de la ciudad, narrando el suceso, escribió:

“Con la muerte del bendito Juan de Dios, la ciudad de Granada, se ha quedado como Huérfana.”