LA ESPERANZA TRANFORMA EL DOLOR DEL HOMBRE Sobre la Enciclica de Benedicto XVI
La Encíclica de Benedicto XVI SPE SALVI , se fundamenta en el sentido cristiano de la esperanza, pero parte de un tema fundamental para todo hombre y muy especialmente, si este se haya sumido en el dolor o la enfermedad; me refiero al fin último del hombre, a la Vida Eterna. Ciertamente, que según el concepto que tengamos respecto a la última dimensión de nuestro ser humano, así será el enfoque que le daremos a toda nuestra vida, pero principalmente, a la forma de afrontar el dolor, la enfermedad y el sufrimiento.
El Papa entiende la otra vida en un sentido teleológico, explicativo, reflexivo… queriendo explicar la acción teológica, desde la fuerza del pensamiento y la realidad pensada, en un intento de una explicación racional, a lo que es el misterio mas sublime y profundo del hombre:
“la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad”
Está hablando de un instante meta histórico y fuera del tiempo, por tanto, como una realidad de fe, solo perceptible por aquel que es creyente y que por tanto, quiere orientar su vida desde esta fe, que le ayuda a situarse ante el mas allá, pero también, de manera clara y precisa, ante el mas acá.
La encíclica recalca, que no es una fe ni una esperanza individualista. No es la fe del “salva tu alma”, sino una fe y una esperanza, que tiene repercusiones claras en la sociedad.Y sí, nos preocupamos ciertamente por nuestra vida futura, pero esto ha de hacerse sin desentendernos de la vida presente.
“esta vida verdadera a la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente y solo puede realizarse para cada persona, dentro de este nosotros…dejar de estar encerrados en el propio yo”
El Papa nos anima a afrontar nuestra existencia, desde una doma continua de nuestros errores, para poder lograr una sociedad mejor, que solo se puede conseguir desde el encuentro personal con Jesús en la oración.
“ Que allí donde las almas se hacen salvaje,s no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo”
De manera que nuestra forma de situarnos como creyentes, es tener las miras en el cielo, pero trabajando por los demás en esta tierra. Esto es lo que la encíclica denomina como fe eclesiástica y fe religiosa,” el Reino de Dios llega allí donde la fe eclesiástica es superada y reemplazada por la fe religiosa”. Quisiera entender esto, con el célebre refrán castellano “ a Dios rogando y con el mazo dando…” “La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”
Para los que nos dedicamos al servicio de los demás, en las diferentes tareas sanitarias o por vocación, si sabemos entender esto, y hacer una ayuda continua al que lo necesita, y esto, claro está, hacerlo por la motivación de Jesucristo, estaremos dándole rienda suelta a todo nuestra realidad de trabajo y transformando nuestra fe en obras de amor.
“Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser «para todos», hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos.”
La fe y el conocimiento de Dios derivan necesariamente en ayuda al prójimo.
“Ciertamente, no «podemos construir» el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica «merecer» el cielo con nuestras obras.”
Toda la Encíclica es un esfuerzo continuo, por concretar la fe y la esperanza en nuestro mundo, pero el mundo en el que vivimos, no está exento de dolor, lo estamos constatando todos los días en nuestro quehacer diario.
El Nuevo Testamento, lejos de resolver el misterio del mal, del dolor y el sufrimiento, lleva su escándalo hasta el paroxismo: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1, 23). Parece como si, a aquellos que arguyen contra el mal, Dios les contestara reforzando aún más sus argumentos y mostrándoles que el mal llega más lejos, mucho más lejos, de lo que nadie habría podido imaginar: ¡El mal afecta al mismo Dios!
Es correcto decir que Dios no quiere el mal, pero lo permite, porque sabe que es una consecuencia inevitable de la creación. Dios debió considerar que, a pesar de todo, el mundo valía la pena.
Una comprobación empírica de que Dios no quiere el mal, es que Jesucristo «recorría las ciudades y aldeas, curando todos los males y enfermedades, en prueba de la llegada del Reino de Dios» .
Pero si a Dios le importa tanto el sufrimiento de los hombres, ¿cómo no hace algo por evitarlo? En mi opinión, la única respuesta correcta es que hace todo lo que puede hacer… sin suprimir nuestra dignidad: Dios ha querido luchar contra el mal a través de nosotros. En este sentido la encíclica nos habla del sufrimiento:
“Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana.”
“Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación”
Me parecen de una calidad impresionante las afirmaciones que hace el pontífice, en contra de una “espiritualidad mal sana”, mantenida durante años en la Iglesia, que afirma que es bueno el dolor. Expresiones como “uno tiene que someterse a los decretos de Dios sin murmurar, y hasta darle las gracias”. A esas personas piadosas se les podría aplicar lo que dice Job a sus amigos: que son unos «Médicos matasanos», es decir, unas personas que cuando intentan consolar, logran precisamente lo contrario. Por fin, un documento Pontificio pone las cosas en su sitio.
Esto no quiere decir, que el sufrimiento no sea necesario, lo es, y mucho, en la medida que con el sufrimiento personal, otros se encuentren mejor, porque le ayuda a superar sus dificultades; mi sufrir es para que otro se alivie, los esfuerzos que tengo que hacer, para que otro se encuentre mejor, son simplemente expresiones de la llegada del Reino.
“Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisivos para su humanidad.”
Solo porque hay personas dispuestas a padecer y compadecerse de los demás, podemos decir, que la esperanza es una posibilidad para los que se encuentran desesperanzados, por su situación de sufrimiento, incapacidad y dolor.
“La capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza.”
Trabajar por esta esperanza, hacer que en el mundo del dolor, la marginación, el sufrimiento, haya un poco de respiro y de aliento, es algo por lo que merece la pena vivir .
Termina la Encíclica, animándonos a trabajar por esta esperanza, que alivia el sufrimiento en el mundo, que construye Reino de Dios, que hace un hospital mas humano y mejor; es lo que llama el Papa una “fe formativa”, que se convierte en “fe preformativa”, es decir, una fe que informa y por lo tanto, trasforma el mundo, y no por miedo al castigo, sino por puro convencimiento de que Dios, es así de Bueno, y nos lo ha demostrado antes.
Quiero terminar con las bellísimas palabras del Pontífice, que animan a trabajar, por este mundo nuevo, que cada uno puede construir y que tiene como premio a Él mismo, a pesar, de que alguna vez no nos salieran las cosas tan bién como hubiéramos querido, o incluso mal.
Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios…El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la «duración» de éste arder que transforma. El «momento» transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del «paso» a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo. El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia…No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro «abogado», parakletos.
Fray Juan José Hernández O.H.