La opinión del Papa sobre el SIDA.
Durante las últimas semanas se han podido ver virulentos ataques al Papa en diversos medios de comunicación por sus opiniones sobre los medios óptimos de prevención del SIDA. En muchos casos estas críticas procedían de posiciones fuertemente ideologizadas ancladas bien en el ateismo o en el mero anticlericalismo que, probablemente, hubieran seguido atacando al jefe de la Iglesia Católica aunque hubiera estado de acuerdo en el uso del preservativo como, al parecer, único medio preventivo del contagio del virus de la inmunodeficiencia humana. También hubo al respecto opiniones “científicas”. Es bien conocida la postura al respecto de la revista Lancet, que ha realizado reiteradas críticas a este respecto tanto a Benedicto XVI como a su antecesor, Juan Pablo II.
Lo cierto es que, científicamente hablando, el Papa no se equivoca aunque esto no sea una cuestión de fe. Hasta el más tonto tiene que estar de acuerdo en que quien no práctica el sexo no puede contagiarse del virus, al menos por esta vía. ¿O será que alguien quiere convencer a su mujer de que lo cogió en un servicio público?. Pretender que cuando el Papa propone la abstinencia de la fornicación como método de control del SIDA en lugar del uso del preservativo, los oyentes sólo van a oír la segunda parte no es menos ridículo. Y pensar que el Papa puede ir contra los Evangelios recomendando el uso incontrolado del sexo, con o sin condón, es impropio de cualquier mente con un coeficiente intelectual normal.
Pero es más, los datos epidemiológicos dan completamente la razón al Santo Padre y a la Iglesia Católica. La zona del mundo donde hay un menor número de mujeres infectadas por el SIDA son los países musulmanes. Y la razón evidentemente no está relacionada con el uso de preservativos, sino con la escasa promiscuidad de aquellas por razones sociales. Por el contrario, los casos de SIDA en mujeres son frecuentes en zonas de gran promiscuidad, por ejemplo Brasil, y en el Africa llamada antiguamente negra. Ello se debe a la multiplicidad de relaciones sexuales promovida por el sistema social (en algunas tribus es costumbre el mantenimiento de relaciones con diversas parejas con escasa diferencia de tiempo asumiendo la paternidad colectiva de los niños) y a las interminables guerras llámense civiles, inciviles, salvajes o tribales, que han azotado el continente con su secuela inevitable de violaciones.
En realidad no hay razones reales para defender el preservativo sobre todas las cosas, aparte de los prejuicios de un sector de la población hacia la continencia sexual. Sin embargo, esta es la postura de la mayor parte de los ministerios de Sanidad del mundo desarrollado. Quizás haya que ser mal pensado y calcular los ingresos que representa para la industria sanitaria el consumo de preservativos y de fármacos administrados para prevenir el SIDA tras un posible contagio. Evitar la práctica sexual no es rentable para ellos ni para sus comisionistas. Puesto que la ayuda para luchar contra la propagación del SIDA en Africa por parte de Occidente se basa en el suministro de preservativos es de temer que buena parte de los beneficios quede en el mundo desarrollado. La conclusión evidente es que a éste no le interesa impedir la promiscuidad ni en Africa ni en ningún otro sitio donde puedan venderse preservativos, espermicidas, anovulatorios, píldoras abortivas o cualquier otro material relacionado con el consumo y disfrute del sexo.