CAPITULO XIX
LA PASIÓN POR EL HOMBRE CURA EL PECADO
La vivencia teologal del misterio de la Cruz, abarca todos los campos de la vida teologal y de la santidad, y las varias formas de su vivencia no son más que ramificaciones. Se vive en la comunión con Dios, en el trabajo por anunciar el Reino de Dios, en la existencia humana que caracteriza la vida de gracia.
El colocar a Dios como único centro natural y sobrenatural de la propia vida, es un arrojo en el abismo de la transcendencia. La Pasión, por tanto, juega un papel crucial y único en la vida de Juan de Dios y de su instituto que muestra cotidianamente la gratuidad de Dios, a través de las obras de misericordia.
En la Pasión descubrimos el sentido salvífico del dolor: en ella recibimos fuerza y consuelo en las pruebas y debilidades; con ella, en fin, aprendemos el modo de presentar al Señor ante los que sufren, como signo de esperanza y de vida.
Sólo desde este sentido de Pasión por el hombre, podemos comprender el interés de Juan de Dios para que el hombre salga de su situación de marginación, para ayudarlo a salir de la podredumbre en la que esté sumergido.
Desde esta experiencia que tiene de la pasión como acto liberador y remedio de los males, quiere que también se aprovechen de ella sus hermanos y prójimos, comunica su experiencia de la pasión de Cristo y así tomó como devoción, ir los viernes a las casas de las mujeres públicas, para intentar sacarlas de la marginación en la que estaban metidas “para sacarlas de la uña del demonio“ como dice Castro.
Entraba en la casa y le ofrecía lo que le diese cualquier otro hombre, con tal de que lo escuchara, la mandaba sentar y él poniéndose de rodillas, sacaba el crucifijo y comenzaba por acusarse de sus pecados pidiendo perdón al Señor por ellos. Era la manera que tenía para llamar la atención de aquella mujer, una forma inteligente, morbosa si se quiere, pero eficaz porque a todo el mundo le gusta escuchar los chismes y pecados de los demás. Una vez que tenía su atención, le contaba la pasión del Señor con todo el ímpetu y fervor que podía y sabía.
Podemos imaginar la densidad de la escena en semejante marco, sus palabras de santidad en aquel antro del vicio:
“Mira, hermana mía, cuánto le costaste a nuestro Señor, y mira lo que padeció por tí; no quieras ser tú causa de tu propia perdición; mira que tiene premio eterno para los buenos, y castigo eterno para los que viven en pecado, como tú.”
También podemos imaginar los resultados, aunque no es necesario, pues su primer biógrafo nos lo cuenta:
“Aunque algunas empedernidas en sus vicios no hacían caso de él”
Muy prudente y escueto al calificar la ira, el despecho y toda suerte de insultos que tendría que soportar, sobre todo cuando conseguía que alguna le hiciese caso y las otras lo deshonraban e injuriaban diciendo infamias sobre él, a mala intención, pero él lo sufría todo con paciencia, no devolviendo palabra y si alguien salía en su defensa, reprendiéndolas, él respondía:
“Dejadlas, no le digáis nada, no me quitéis mi corona, que éstas me conocen y saben quién soy, y me tratan como merezco.”
Pero no todo eran fracasos, algunas se arrepentían de su forma de vida, pero las cosas no son tan sencillas como parecen, muchas de estas mujeres, la mayoría, estaban empeñadas, endeudadas y no podían salir, así por las buenas, de la situación en la que se encontraban. Precisamente esa era la causa por la que se hallaban en la prostitución, la escasez de recursos, la pobreza. Cuando Juan se aseguraba de tenerla consigo, arrepentida de su forma de vida, iba a casa de algunas señoras principales que conocía en la ciudad y que sabía que le socorrerían en semejantes causas y le pedía por amor de Dios que le ayudase. Eran pocas las veces que salía sin remedio, pero cuando no podían darle, por ser muchas las veces que les pedía, se empeñaba él mismo para poder llevarle el dinero necesario y poder socorrer a la necesitada.
Después, se la llevaba consigo al hospital y la metía en la enfermería donde se curaban otras mujeres de los mismos males, para que les sirviese de ejemplo y viesen las situaciones en las que se encontraban las enfermas de enfermedades contagiosas, propias de la casa pública, y así poco a poco él iba descubriendo cual era la intención de cada una para su posterior reinserción en la sociedad y a unas que querían hacer penitencia, las mandaba al monasterio de las recogidas, dándoles lo necesario para vivir allí y a otras les buscaba dotes y marido y las casaba.
Realmente, obtuvo buenos frutos, tanto es así que, con las limosnas que trajo de Valladolid, casó de una vez a dieciséis que perseveraron en su matrimonio, porque algunas de ellas dieron testimonio ya viudas de la buena vida que les había proporcionado el bendito Juan de Dios viviendo decentemente.
Esta era la pasión de Juan de Dios por la pasión de Jesucristo, hacer que el hombre comprendiera todo el amor que Dios le tenía, que experimentara los frutos del amor de la bendita pasión y para ello ponía en juego toda su persona y todo su ingenio, sin temor a las burlas y chanzas que por ello suscitaba, metiéndose en los berenjenales en los que se metía.
Uno de aquellos viernes en los que Juan entró en la casa pública, se encontró con varias mujeres que tenían más gana de juerga que de conversión y como siempre, las animó al cambio de vida. Cuatro de ellas se pusieron de acuerdo y le dijeron que querían enmendar su vida, pero que ellas eran de Toledo y que antes debía llevarlas a su ciudad para poner en orden ciertas cosas que pesaban sobre su conciencia, prometiéndole que si las llevaba, cambiarían de vida y harían todo cuanto él les dijese.
Viendo Juan de Dios la gran empresa que se le ponía delante, y cuánta gloria podía dar por ello a Dios, se ofreció a llevarlas, organizando cuanto era necesario para el camino y pidiéndole a Juan de Ávila (Angulo), un criado de su hospital, que lo acompañase, ya que era un hombre cuerdo y de buena fama, que llevaba sirviendo muy honradamente en el hospital varios años. Ha sido él quien nos ha dejado constancia de lo que ocurrió en aquellas jornadas de andanzas hacia tierras castellanas.
Las rameras iban montadas en mulos, Angulo y Juan de Dios caminaban a pie.
El primer agravio que tuvieron que soportar fueron las burlas de las gentes cuando veían a dos hombres con aquel hábito y con semejantes mujeres, cómo les trataban de amancebados diciéndoles toda clase de palabras hirientes, a lo que Juan de Dios callaba y lo soportaba con gran paciencia. Hasta el mismo Juan de Ávila, provocado por lo que oía, le reprendía diciéndole que cuántas afrentas tendrían que soportar durante aquellas jornadas, sobre todo cuando vio que llegando a Almagro desapareció una y llegando a Toledo se fueron otras dos. Entonces, el criado, enfadado con el bendito Juan de Dios le decía ¿qué locura es ésta?, ¿no os decía que de esta gente ruin no se puede uno fiar?: dejémoslas y volvámonos, que todas estas mujeres son de la misma manera”, a lo que él le respondía: “Hermano Juan, no consideras que si fueses a Motril a por cuatro cargas de pescado y en el camino se te estropeasen tres y una quedara buena, ¿tirarías la buena por haberse estropeado las otras tres?. Pues de cuatro que trajimos, nos queda una que parece que tiene buena intención; ten paciencia y volvamos con ella a Granada. Espera en Dios, que si con ésta nos quedamos, no será en vano nuestro camino ni poca nuestra ganancia”.
Y así fue que volvió con ella a Granada y la casó con un hombre de bien y vivió el resto de su vida como buena esposa y cuando enviudó, siguió viviendo como buena cristiana y mujer de virtud. Y así Dios se sirvió de tan raro y complicado camino para que esta mujer llegase a donde Él había querido por la mediación de Juan de Dios.
Cuentan que el día del entierro del Santo, un grupo de mujeres le hacían coplas entre llantos, aludiendo a esta empresa de caridad del Santo:
Todo el tiempo que vivió
en este bajo hemisferio,
de cometer adulterio
muchas mujeres libró.
A éstas las sustentó
de limosnas que le han dado:
digno es de ser llorado.