CAPITULO XXIII
LA PACIENCIA TODO LO ALCANZA
Como dijera la Santa andariega, “quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta.” Lo dijo de otra manera nuestro santo: “Todo ha de ser por Dios sufrido”.
Y pruebas de paciencia dio en sus muchos trabajos, no quejándose por nada, sabiendo que todo le venía de Dios y haciéndolo todo por Él, que le había amado antes. Su única gloria estaba en la Cruz de Jesucristo estando dispuesto a cualquier cosa con tal de no defraudar al que había puesto por él el amor al más alto precio: La Cruz.
Cuentan que bajando un día la cuesta de Gomerez, por la mañana, para buscar de comer a los pobres, subía un caballero la calle arriba; y como a esas horas de la mañana transitaba mucha gente de la Alhambra a la ciudad, sin querer, tropezó con un caballero que le derribó la capacha de los hombros; indignado el buen señor se volvió al bendito Juan y le dijo:
“¡Ah bellaco pícaro! ¿no miráis por dónde vais?”
Y el santo volviéndose a él le dijo:
“Perdóname hermano que no miré lo que hice.”
Indignado el caballero que le llamase hermano,(como solía llamar a todos) le dio una bofetada, a lo que Juan de Dios respondió:
“Yo soy el que erré. Dadme otra, que lo merezco.”
Indignado aún más el caballero mandó a los criados:
“¡Dadle a ese villano mal criado!”.
Y estando en ello, como se juntó mucha gente alrededor, salió un vecino llamado Juan de la Torre que dijo:
¿Qué es esto, hermano Juan de Dios?.
Cuando el caballero le oyó nombrar por su nombre, se echó a sus pies diciendo, que no se levantaría hasta que se los besase.
Y Juan de Dios lo levantó del suelo abrazándole y pidiéndose perdón el uno al otro. Le quería llevar a comer y él se excusó de ir. Después el caballero le envió cincuenta escudos de oro para los pobres.
En otra ocasión, cuando entró a pedir limosna en la Casa de la Inquisición, un paje travieso le dio un empujón y le echó a la alberca. Él salió del agua y con palabras y gesto alegre, agradeció al paje lo que había hecho. Se quedaron admirados cuantos lo vieron y desde aquel momento todos lo tuvieron en mucha más estima y respeto.
Pero sucedió un caso que prueba aún mas la paciencia y santidad de Juan de Dios:
Una de las mujeres que sacó de la casa pública y casó era tan importuna e impaciente que, a cada cosa que le faltaba, venía a pedírsela a Juan de Dios él procuraba siempre complacerla y darle cuanto necesitaba, con lo que se acostumbró a que el Santo le solucionara la vida. Una de las veces que vino a pedirle, el pobre Juan de Dios, había dado hasta el capote que llevaba puesto y se hallaba sin blanca, con lo que le dijo, que no tenía para darle, que volviese otro día.
Ella se embraveció de tal manera que empezó a deshonrarle:
¡Mal Hombre! , ¡Hipócrita santo!.
Juan de Dios, armado de la paciencia que Dios da a los santos, le dijo:
“Toma dos reales y salte a la plaza y dí eso a voces”.
Ella salió y empezó a deshonrarlo a grandes voces.
Cuando la vio Juan de Dios dijo:
“Tarde o temprano te tengo que perdonar, así que te perdono ya desde ahora.”
Ésta misma mujer, el día de su entierro, iba entre otras que él había sacado del mal vivir, dando voces por las calles, lamentándose, diciendo sus pecados y todas las cosas buenas que el Santo le hizo y lo mal que ella se había portado con él. Y cómo por su ejemplo y buenas palabras había salido del pecado, contando tantas obras buenas que hacía llorar a la gente.