“Una jornada del Hermano Juan de Dios”, palabras de Fray Juan José Hernández Torres,OH, en la Festividad de San Juan de Dios, Copatrón de Granada, 8-3-2017, Rector de la Basílica de San Juan de Dios y Gran Maestre de los Caballeros, Damas y Grados Menores de la Basílica de San Juan de Dios.-

“Una jornada del Hermano Juan de Dios”, palabras de Fray Juan José Hernández Torres,OH, en la Festividad de San Juan de Dios, Copatrón de Granada, 8-3-2017 (en su facebook), Rector de la Basílica de San Juan de Dios y Gran Maestre de los Caballeros, Damas y Grados Menores de la Basílica de San Juan de Dios.-

El invierno en Granada es largo y duro. Los pobres y vagabundos acuden en masa al hospital-albergue de Juan, que se va quedando pequeño. No puede pensar, de momento, en otro lugar más amplio y se las ingenia para acudir y remediar tantas necesidades. Nadie, mejor que él mismo, puede darnos idea aproximada de su obra y del amor que invadía cada uno de los cuidados que se prodigaban a los pobres y enfermos. Aunque el texto corresponde a los últimos años de su vida, cuando ya estaba en el hospital de la cuesta de Gomeles, seguramente las situaciones son muy similares. Así escribe a la duquesa de Sesa, insigne bienhechora:

La presente es para haceros saber cómo estoy y para daros cuenta de todos mis trabajos, necesidades y angustias, los cuales cada día se me acrecientan, especialmente ahora, ya que tanto las deudas como los pobres aumentan sin cesar: son muchos los que vienen desnudos, descalzos, llagados y hasta llenos de piojos, de tal manera que es necesario tener uno o dos hombres que no hagan otra cosa sino escaldar piojos en una caldera hirviendo; y esto habrá que hacerlo de ahora en adelante, durante todo el invierno, hasta el venidero mes de mayo. De este modo, hermana mía en Jesucristo, mis trabajos crecen cada día mucho más.

Una jornada del hermano
Juan de Dios

La vida de su hospital-albergue le exigió organizar la actividad de manera que el trato con el Señor no se resintiera, ni este mermase la dedicación a los necesitados. Se levantaba con las primeras luces del día y visitaba los enfermos: los invitaba a dar gracias a Dios por el nuevo día, rezaba con ellos las cuatro oraciones que mandaba la Iglesia (credo, padrenuestro, avemaría y salve), se acercaba a cada uno interesándose por su estado, lo consolaba y escuchaba sus necesidades. En el enfermo veía el rostro dolorido de Jesús y lo trataba con verdadero mimo. Hecha esta primera visita, reunía a quienes le ayudaban y daba las instrucciones necesarias para el día.
Lo primero que hacía al salir de casa era ir a la capilla del Sagrario. Entrando, a la izquierda, hay un devoto altar, dedicado a

Cristo crucificado, a quien acompañan su Madre María y el discípulo Juan. Allí estaba un buen rato de oración: la contemplación de Cristo crucificado era su mayor consuelo en medio de las tribulaciones, y de su bendita Madre aprendía a perseverar con amor y esperanza al lado de los moribundos.

Después de oír misa, comenzaba la jornada de trabajo. La mañana la dedicaba a visitar a los bienhechores y proveedores. Hacía las cosas con calma, como quien no tiene prisa, dedicando a cada persona el tiempo que había menester. Se sabía un hombre para los demás, para todos sin distinción, y con suma delicadeza y discreción llegaba a establecer relaciones de mucha confianza con pobres y ricos, con personas sin letras y con letrados. Él no sabía hacer discursos, pero poseía el arte de escuchar y de decir la frase oportuna. Por eso todos deseaban su compañía.

Llegó el momento en que se multiplicaron las visitas que debía hacer Juan de Dios; porque no se ocupaba en socorrer sólo a los acogidos en su hospital y a los mendigos enfermos que recogía por las calles: su corazón, como el de Dios, estaba abierto a todos los necesitados: viudas, madres solteras, prostitutas, familias sin trabajo, niños abandonados que él confiaba a mujeres honestas para que los criaran y educaran, soldados en retiro y sin sueldo, estudiantes pobres, labradores a quienes iba mal… Todos encontraban remedio en él o, al menos -nos dice el primer biógrafo- nadie se iba de su lado sin consuelo. Si quien le pedía iba peor vestido que él, cuando no tenía otra cosa que ofrecer le cambiaba los vestidos, o daba lo que había recogido para los pobres de su hospital. Estaba convencido de que todos los necesitados son igualmente dignos de compasión y misericordia: no consideraba a ninguno con más derecho que los otros, aunque esto le acarrease doble esfuerzo para proveer de lo necesario a quienes había dejado en su casa.

Es difícil comprender las razones del corazón de Juan de Dios, si no se adentra uno en las motivaciones y sentimientos que lo animan. Él las desvela en una de sus cartas:

El día que no se halla tanta limosna que baste a proveer lo necesario, tómolo fiado y otras veces ayunan. Así que de esta manera estoy aquí empeñado y cautivo por sólo Jesucristo, y debo más de doscientos ducados de camisas y capotes y zapatos, y de otras muchas cosas que son menester en esta casa de Dios, y también para la crianza de niños que aquí dejan. Así que, hermano mío muy amado y querido en Cristo Jesús, viéndome tan empeñado, muchas veces no salgo de casa por las deudas que debo. Y viendo padecer tantos pobres mis hermanos y prójimos, y con tantas necesidades, así del cuerpo como del alma, como no los puedo socorrer estoy muy triste. Pero confío en sólo Jesucristo que él me desempeñará, pues él conoce mi corazón.

Hasta muy entrada la noche seguía recorriendo las calles, cargado con la capacha y las ollas. Si hallaba algún enfermo lo cargaba sobre los hombros y lo llevaba al hospital.

Por tarde que fuera, antes de retirarse visitaba a los enfermos interesándose cómo habían pasado el día, consolándolos y animándolos. No terminaba aún la jornada de Juan de Dios. El silencio de la noche lo aprovechaba para dialogar con su Señor. No le bastaba haber trabajado todo el día por él: dedicaba largas horas a la oración y a la penitencia corporal. En estos encuentros con Jesucristo renovaba el ánimo y recibía consuelos que nadie podía concederle. Se sentía tan amado por Dios; había experimentado con tanta intensidad su misericordia, que toda su dicha era vivir con él y hacer caridad al prójimo.

Ante tantos trabajos y desvelos, los habitantes de Granada y más que nadie los pobres y enfermos, se hacían lenguas del amor de Juan. Ya nadie recuerda los días cuando pensaban que había perdido el juicio; ahora ya no lo conocen por otro nombre que el de hermano Juan de Dios. Su presencia callada, sencilla y bondadosa; su palabra justa y llena de dulzura; la ternura y prontitud de su trato predilecto a los más abandonados,hacía pensar en la bondad y ternura de Dios. Un hombre que no era capaz de pensar mal de nadie; que nunca juzgaba negativamente a los demás; que no se ocupaba de sí mismo y se entregaba con tanta generosidad a hacer el bien, no podía ser más que «de Dios».

El nombre se lo cambió, al parecer, don Miguel Dueñas, que fue mayordomo del Hospital Real, entonces obispo de Tuy y presidente de la Real Chancillería en Valladolid, de paso por Granada. Juan llegó a palacio pidiendo limosna; Don Miguel, que conocía bien a Juan, le invitó a comer y escuchó con atención el género de vida que llevaba y su entrega total a Jesucristo en sus pobres.

No casaba tanta bondad con la apariencia externa: Juan iba vestido con harapos; su porte podía inducir al menosprecio y aminorar la ayuda de los que se fijan más en lo exterior que en el espíritu que anima a obrar. Por eso le instó a que aceptara una especie de hábito, consistente en una camisa y calzones de paño pardo, color de la lana, y un capote de sayal que le llegaba hasta las rodillas. El mismo obispo se preocupó de que se lo compraran y se lo vistió; también le rogó que aceptase llamarse, a partir de ese momento, Juan de Dios.

Recibió el vestido y el apellido con sencilla humildad, como estímulo a parecerse cada vez más a su maestro, por quien, en medio de las penurias y preocupaciones, está empeñado y cautivo, en quien pone toda esperanza, porque conoce su corazón.

DEUS CHARITAS EST