CAPITULO XXIX

UNA LLAMADA AL ORDEN

Postrado en cama, se aprovecharon de la situación algunas personas que no entendían la forma de proceder del bendito Juan de Dios, y fueron a acusarlo al Arzobispo D. Pedro Guerrero, diciéndole que en el Hospital de Juan de Dios, había gente de mal vivir que podían ganarse la vida con su trabajo, pero que eran vagos y maleantes así como otras mujeres de mala vida, que se aprovechaban de Juan de Dios, no haciendo caso al bien que él les hacía, llevando una vida ligera sin intención de cambio.

Enterado el Arzobispo y sin saber que Juan de Dios estaba muy malo, lo mandó llamar, Juan se levantó inmediatamente, como pudo, de su lecho y fue en presencia del Arzobispo, le besó la mano y le dijo. “¿Qué es lo que manda, buen padre y prelado mío?” El Arzobispo le dijo:

Hermano Juan de Dios, he sabido cómo en vuestro Hospital se recogen hombres y mujeres de mal ejemplo, que son perjudiciales y que os dan mucho trabajo por su mala forma de proceder; por tanto, despedidlos y limpiad el Hospital de semejantes personas, para que los pobres que queden vivan en paz y vos no seáis tan afligido y maltratado por ellos”.

Juan de Dios estuvo atento a todo lo que le dijo el Prelado y le respondió humildemente:

Padre mío y buen Prelado, yo soy el único malo e incorregible y sin provecho que merece ser echado de la casa de Dios; y los pobres que están en el Hospital son buenos y yo no conozco vicio en ninguno de ellos; y puesto que Dios quiere a buenos y malos y sobre todos hace salir su sol cada día, no hay razón para echar a los pobres y desamparados de su propia casa”.

Le gustó tanto la respuesta al Arzobispo, viendo el amor y afecto paternal que tenía para con los pobres y cómo se echaba sobre sí las faltas que imputaban a los pobres, que le dio su bendición y le dijo:

“Id bendito de Dios, hermano Juan, en paz y haced en el Hospital, como en vuestra propia casa, que yo os doy licencia para ello”.