CAPITULO XXX
EL TESTAMENTO, A CADA UNO LO SUYO
Llegó Juan de Dios al Hospital, muerto de frío, con fiebre, consciente que se acercaba su fin, se esforzó todo lo que pudo y buscó un escribano y un libro y se fue por la ciudad, de casa en casa de todos los que recordaba que debía algo, e iba apuntando la cantidad de la deuda, para que él, que había dedicado su vida a la caridad, no faltara en el último momento a la justicia.
Algunos ya no se acordaban de lo que le habían dado y cuánto les debía, pero él puso en orden todo lo que por amor de Dios y de los pobres había pedido e hizo copia de todo en otro libro, guardando uno en su pecho y mandando otro al Hospital, por si se perdía uno que hubiese otro y nadie se quedase sin lo suyo.
Terminada esta tarea volvió a su Hospital. Tan fatigado estaba que ya no se podía ni mover, se acostó y desde su lecho, con cédulas, a modo de pagarés, remediaba las necesidades de los pobres, ni siquiera la enfermedad era para él motivo para evitar hacer la caridad. Era tanta la fama que tenía entre los señores de Granada que, enterados de su enfermedad, todos le daban a los pobres, como si él mismo, en persona, les pidiera.
El hermano Antón Martín secundaba ya perfectamente a su Santo padre y hermano Juan de Dios en la labor de caridad